Entre la ciencia y el vínculo afectivo

doctor bartolomé beltránRedacción.- Por el doctor Bartolomé Beltrán

Parecía que lo habíamos conseguido todo. La penicilina había logrado uno de los grandes avances de la medicina en el siglo XX. Fue uno de los descubrimientos que inició una nueva era en nuestra razón de ser, la médica y la sanitaria en su conjunto.

Se ha escrito mucho sobre diferentes cuestiones y avances. Incluso se llegó a practicar una intervención laparoscópica vía transatlántica.

Hemos asistido al primer trasplante de corazón y me sorprendió mucho el de páncreas, efectuado en 1966 en Minneapolis. Terapéuticas en todos los ámbitos que han bajado las cifras del cáncer al cincuenta por ciento. Fármacos que inciden sobre órganos y aparatos mediante biología molecular o la impresionante eficacia de aquellos que buscan las células diana.

Ciertamente el dolor ha sido siempre el objetivo de nuestra razón de ser y hasta cardiólogos de renombre han hablado de la medicina del bienestar apelando que había que poner dos cucharadas de felicidad en nuestra alma.

De nada ha servido todo lo que sabíamos para enfrentarnos al Covid-19. Ni la capilaridad de una red de farmacias, ni la abnegada labor de la enfermería, ni tampoco el efecto sinérgico y multidisciplinar de expertos epidemiólogos, preventivistas o de esos sabios internistas que lo saben casi todo.

Empezamos un camino sin retorno en el que el paso a las UCI’s suponía atravesar una barrera sin retorno. Todos mirábamos en una dirección, la de un maléfico virus que hizo tambalear todas las estructuras diagnósticas certeras y balbuceantes soluciones curativas.

Algunos compañeros, más allá de los sentimientos humanos, me decían que no sabían si algún día iban a salir del hospital para volver a casa o no iban a poder hacerlo para quedarse al lado de quienes padecían la nueva patología más contagiosa y más mortal que habíamos vivido desde la peste.

Tanto conocimiento, inmensos avances y progresos acababan con un lavado de manos, unos guantes y la más primaria de las mascarillas. Llegaron los aplausos por el trabajo humanitario y desinteresado más que por la curación. Eran dos frentes de angustia. La de los pacientes a un lado del cristal y la de los familiares en sus casas o en la calle esperando el nefasto final o la ansiada solución.

En medio los sanitarios, y básicamente, buscando soluciones los médicos que junto con sus compañeros de enfermería y todas las disciplinas ensayaban para ver cual era la posible solución.

En una primera fase con medicaciones tradicionales conseguían dar el alta a pacientes que en mi opinión tenían una gran fortaleza en su genética inmunológica. Después, más adelante, en la evolución virásica se solucionaron casos que habían pasado por las unidades de Cuidados Intensivos. Ahora mismo es un momento en el que el vehículo desbordante ha perdido velocidad y da la impresión de que el coche tiene las ruedas desinfladas.

Lo que no ha ocurrido en ningún momento es que hubiera sido la profesión sanitaria superior al ego de cada cual. El ego está vacío de amor, el amor está vacío de ego. Los médicos, y sobretodo los sanitarios en su conjunto demostraron la verdadera dignidad del ser humano, lo que les da carácter de persona. Porque el amor es un acto de la voluntad que se goza en la verdad del otro que es radical porque consiste en su única realidad, la personal e íntima de ser enfermo. Decía Heráclito que si buscas la verdad hay que prepararse para lo inesperado porque es muy difícil de encontrarla y muy sorprendente cuando la encuentras.

Así que el amor que recibimos de los demás es uno de los factores más decisivos del desarrollo y el equilibrio de las personas y de la sociedad. Y eso lo han hecho en un silencio atronador nuestros sanitarios. Seguro.



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