Coplas por la pérdida de Pérez Vázquez

Redacción.- Por el Doctor Bartolomé Beltrán, Secretario General de la Academia Medico-Quirúrgica Española

No sé si empezar por los sentimientos, las emociones o los momentos vividos. Ninguno me sirve para trasmitir el impacto que he sufrido esta tarde, cuando caía el día, al perder a un gran amigo, mi querido compañero de Academia, el doctor José Manuel Pérez Vázquez.

Todos tenemos algún enigma y como es lógico muchas veces desconocemos la clave de los sigilos. Todos coleccionamos despojos, extraviamos ecos y perdemos muchas adversidades en la placidez de nuestros sueños. Justo cuando había captado más y mejor al personaje Pérez Vázquez ya, quiero decir la verdad, le tenía un enorme afecto, se me ha ido sin poderle despedir como corresponde al humano y lo divino. Es decir, a esa caballerosidad que el imprimía en su forma de vestir, y su manual de estilo, en su hoja de ruta y en sus amigos de verdad.

Aunque estas filosofías podrían ser de Mario Benedetti quiero llegar al realismo de las vivencias. Un día, en verano, llegó a Mallorca y pudimos compartir en la hospitalidad de esa isla maravillosa todo tipo de ilusiones y motivos geográficos que acaban en cenas allá por los años dos mil. Le fascinó siendo gallego el enigma de Mallorca e interpretaba a Unamuno o Rubén Darío en esas expresiones de “tanto encanto en todas partes. Y que hay de nuestro oficio para todas las artes”. O aquella otra “la isla de oro es una perla entre las dos conchas azules del cielo y del mar”, como dijera Unamuno.

A él, al experto en medicina nuclear, el doctor Pérez Vázquez, nunca le oí un exabrupto ni tampoco una complacencia verbal con quien no lo mereciera, pero tampoco habló jamás delante de mí mal de nadie. Era grande en su visión propia, cosa que le impedía bajar el listón ante los advenedizos y mediocres.

Cómo me gustaría dedicarle unas coplas al estilo de Jorge Manrique para que en su elegía rezumaran las que escribió el autor en el siglo XV, imposible en mi caso pero por ventura estaría bien recordar el alma dormida de nuestro ilustre académico para que recordemos cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando, cuánd presto se va el plazer, como después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado, fue mejor.

Pérez Vázquez le enseño la medicina nuclear, las gammagrafías y otros avances de la oncología predictiva más vanguardista. El me contó lo que eran los fármacos transportadores, los isótopos radioactivos y cuestiones del ámbito médico inaccesible a los que no conocíamos los orígenes de su especialidad. Lo hacia con orgullo, consistencia y conocimiento. Aprendí con él las posibilidades del tecnecio, del galio, del iodo y, de la gammagrafía renal o tiroidea.

Pero su sociología era puntual, amplia y discreta. Gran valor que atesoraba por mantener relaciones o su “Arca de Noe” mis amigos de Mallorca que fueron en barco con él y su mujer, su Armando Tejerina, Paco Ivorra, el presidente de la Academia, Luis Ortiz, Alberto Núñez Feijóo, Enrique Beotas e ilustres gallegos de su admirada y apadrinada Casa de Galicia en Madrid.

Sobresale, sin embargo, el cuidadoso mensaje que dos semanas antes de su muerte trasmitió a eminente ginecólogo pontevedrés, a la sazón, Presidente de A.M.A. el Doctor Diego Murillo Carrasco, al que le decía, escuetamente en un whatsapp después de aterrizar en Madrid de su viaje a Ecuador, “querido Diego, el crecimiento de A.M.A. América espectacular. Tu trabajo, ejemplo a seguir por todos. Cuídate del coronavirus. Un fuerte abrazo”.

Se nos fue un gran gallego, un gran médico y un ilustre español que me recuerda las fronteras de la enfermedad.

Según cuenta la leyenda, había una vez un buque fantasma, llamado el Holandés

Errante, que en las noches de luna se deslizaba con las velas desplegadas por los mares del Sur, una tripulación y sin timonero. El Holandés Errante era una visión de mal agüero y su leyenda constituía la forma pintoresca que los marineros habían dado al pavor que les inspiraba una enfermedad misteriosa de los trópicos llamada la fiebre amarilla. Esta fiebre no era solo imaginación, sino que entonces los barcos iban por doquier a la deriva. La fiebre amarilla mataba a todas las tripulaciones sin elegir una diana, una luz, un horizonte, un hombre…

Hoy todos podríamos ser el Doctor Pérez Vázquez, pero se fue solo y no le pudimos despedir ni abrazar siquiera, pero nos quedamos aquí sin saber qué será de nosotros y por eso nos impacta el sentido maléfico de su muerte y el esplendor ejemplar de su vida.



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